Las personas menores de edad, capacidad progresiva y cuidado del cuerpo y la salud en el CCyCN

Abogada, UBA. Juez de la Cámara Nacional en lo Civil. Profesora regular de la Universidad de Buenos Aires en grado y posgrado.

El Derecho de los niños, niñas y adolescentes al cuidado de su cuerpo y salud. El Código Civil y Comercial de la Nación (CCyC), en cumplimiento de las directivas de la Convención sobre los Derechos del Niño, sigue los lineamientos de la ley 26.061, de Protección Integral de Niños/as y Adolescentes, a la par que adopta una línea divisoria vinculada a la aptitud de aquéllos para el cuidado de su cuerpo y su salud. Toma como base dos niveles. Por un lado, el derecho del niño y del adolescente a expresar su opinión y a ser escuchado en todos los asuntos que los afecten y, por el otro, a decidir el modo en que habrán de ejercer esos derechos.

El artículo 26, CCyC, dispone: Ejercicio de los derechos por la persona menor de edad. La persona menor de edad ejerce sus derechos a través de sus representantes legales. No obstante, la que cuenta con edad y grado de madurez suficiente puede ejercer por sí los actos que le son permitidos por el ordenamiento jurídico … Se presume que “el adolescente entre trece y dieciséis años tiene aptitud para decidir por sí respecto de aquellos tratamientos que no resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan un riesgo grave en su vida o integridad física. Si se trata de tratamientos invasivos que comprometen su estado de salud o está en riesgo la integridad o la vida, el adolescente debe prestar su consentimiento con la asistencia de sus progenitores; el conflicto entre ambos se resuelve teniendo en cuenta su interés superior, sobre la base de la opinión médica respecto de las consecuencias de la realización o no del acto médico. A partir de los dieciséis años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo”. Esta norma debe complementarse con el artículo 59 del mismo cuerpo legal –vinculada al consentimiento informado– pues de esta última se desprende que no se requiere de capacidad jurídica para tomar este tipo de decisiones, sino de “aptitud” o “competencia”. Ambas normas, analizadas desde el punto de vista de los niños y adolescentes, resultan claras expresiones del principio de autonomía progresiva, que implica la asunción por los niños, niñas y adolescentes de diversas funciones decisorias según su grado de desarrollo y madurez.

La aptitud de los adolescentes para consentir actos médicos en función de su edad y madurez, tiene su origen conceptual en el estándar Guillck, fallado por la Cámara de los Lores (Gran Bretaña) en 1985. Según esa doctrina, un menor de edad alcanza la capacidad para consentir actos médicos a partir de los dieciséis años. Además, es Guillick competent si alcanzó suficiente aptitud para comprender e inteligencia para expresar su voluntad respecto del tratamiento médico que se le propone concretamente. Por el contrario, si no alcanzó los dieciséis años ni es Guillick competent, el consentimiento debe ser dado por quienes tienen responsabilidad parental sobre el niño o adolescente. En rigor, la regla podría denominarse test de madurez, según el cual a medida que el niño y el adolescente comprenden las consecuencias del tratamiento que se le proponen –y sus efectos– el control paterno debe ir decreciendo, porque no se justifica la voluntad paterna si aquéllos pueden expresar libre y conscientemente su voluntad.

El artículo 26, CCyC, presume que el adolescente tiene aptitud o competencia para consentir tratamientos médicos según la complejidad y gravedad del acto de que se trata, tomando como pauta si el acto es o no invasivo y si tiene entidad para comprometer el estado de salud o para provocar un riesgo grave para la vida. Este derecho que en ejercicio de la autonomía progresiva se reconoce a los adolescentes en el área del cuidado de su salud, responde a un criterio tradicional en nuestra doctrina, según el cual el consentimiento informado no supone un acto jurídico, sino una mera manifestación de voluntad no negocial o bien un derecho personalísimo.

Cuando se trata de un tratamiento invasivo, compromete la salud o pone en riesgo la integridad o la vida, “el adolescente debe prestar su consentimiento con la asistencia de sus progenitores; el conflicto entre ambos se resuelve teniendo en cuenta su interés superior, sobre la base de la opinión médica respecto a las consecuencias de la realización o no del acto médico”. En el párrafo final el texto proyectado agrega: “…a partir de los dieciséis años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo”. Es obvio que la disposición tiene por fundamento que los adolescentes van tomando paulatinamente conciencia sobre el cuerpo y su necesidad de cuidarlo. La dificultad va a estar en determinar qué se entiende por tratamiento invasivo, porque esa noción será fundamental para apreciar la mayor o menor apertura legal de cara a la capacidad progresiva.

El elemento clave en cada uno de los supuestos es la competencia del paciente, categoría que –tal como ha sido enunciada por la Bioética– es mucho más amplia que la capacidad de hecho, pues apunta a investigar la existencia de discernimiento. Un adulto que atraviesa un estado de inconsciencia transitoria tiene amplias posibilidades de ser incompetente, si no comprende cabalmente el acto que pretende realizar o consentir. En cambio, un menor que puede comprender su enfermedad, las distintas alternativas terapéuticas y advertir lo más conveniente para él, es competente. Claro que no es lo mismo un niño de ocho años, de catorce o de dieciséis. Pero la legislación acompaña el proceso evolutivo y da especial relevancia a su opinión, en función del desarrollo y madurez alcanzado en cada etapa, pero sin estereotipos, sino haciendo un examen particularizado y personal del problema. Para ello, es menester que se informe previamente al niño/a o adolescente en forma suficiente y adaptada a su nivel de los riesgos y beneficios del tratamiento, la evolución previsible, las limitaciones resultantes y las posibilidades de mejoría. Sólo así estará en condiciones de emitir su opinión.

Respecto de las decisiones concretas que corresponda arbitrar en el caso, si la voluntad de los padres coincide con la del niño o adolescente y ambos apuntan a la preservación de la salud, obviamente no se presentarán dificultades. Sí se generará un verdadero problema cuando la práctica sea rehusada por alguno de ellos y la negativa pueda poner en peligro su vida o su salud. En este supuesto, si el menor tiene entre trece y dieciséis años, el conflicto se resuelve –obviamente el juez, en útlima instancia– teniendo en cuenta su interés sobre la base de una opinion médica.

Un serio dilema se suele presentar en los casos en que la vida del niño corre riesgos que pueden ser superados eventualmente con la implementación de determinada terapéutica, pero los padres o tutores no dan su conformidad y se niegan a que se lleve a cabo la práctica. En este caso la oposición puede ser levantada con la pertinente autorización judicial. La vida del hijo debe ser cuidada como obligación primordial derivada de la responsabilidad parental, pues es uno de los deberes básicos que ésta impone a los progenitores. Este criterio es el que ha prevalecido en la jurisprudencia argentina en los fallos dictados con motivo de la oposición de los padres –testigos de Jehová– a dar autorización para transfundir a sus hijos menores de edad. Al respecto, se ha sostenido que ante la inmediata situación de riesgo, los representantes no pueden poner en peligro la vida del niño por un sentido religioso que el paciente no está en condiciones de discernir. La disposición o sacrificio del derecho de vivir frente al encuentro de dos situaciones espirituales, no es ejercible por el representante, más aún si se considera que las creencias teológicas del padre no se transmiten al hijo sin comprensión ni madurez para seguirlas. Sin embargo, no debe perderse de vista la posibilidad de la autoridad judicial de decidir de otro modo si el menor hubiere abrazado la convicción religiosa de sus padres y por su edad, grado de discernimiento y madurez, está en condiciones de expresarse por la negativa. Siempre, claro está, que se hubiere comprobado la libertad de la decisión y la ausencia de presiones familiares por medios técnicos y objetivos –v.gr. un peritaje psicológico–.

Puede ocurrir también que el menor se niegue a recibir determinado tratamiento con fundamento en sus propias creencias y convicciones, en contra de la voluntad de sus padres o representantes. En nuestros esquemas normativos prevalecerá la voluntad de los padres que procuran salvarle la vida, pero no debe descartarse que el adolescente exponga las razones de su negativa ante el juez y solicite ser oído antes del dictado de resolución (arts. 12 y 24 de la Convención sobre los Derechos del Niño). Por supuesto, que no debe ser una formalidad ni tampoco un acto para “comunicarle” la decisión de los padres o del juez, sino que tiene que ser una verdadera audiencia.

Cuando las categorías jurídicas son insuficientes o inapropiadas para satisfacer la tutela efectiva de los derechos, sobre todo de aquellos considerados fundamentales para la persona humana, se debe dar cabida a otras nuevas que, en forma paralela, puedan captar los fenómenos marginados por las normas y contemplen las situaciones especiales. Es necesario tomar conciencia que los derechos de la infancia y de la adolescencia no deben ser meros postulados de buena voluntad ni declamaciones teóricas, sino derechos plenos, de concreción inalienable de la persona en desarrollo.

Por eso se torna indispensable analizar la conveniencia de establecer normas paralelas que contemplen la especial situación de los derechos personalísimos, en concreto, de los actos de disposición del propio cuerpo, fundadas en la “competencia” o en el “discernimiento” del paciente, como una excepción al régimen de la capacidad de ejercicio.
 

Bibliografía

GORVEN, Nilda S.; POLAKIEWICZ, Marta. El derecho del niño a decidir sobre el cuidado de su propio cuerpo. ED 165, p. 1292.

KEMELMAJER de CARLUCCI, Aída (2003). El derecho del niño a su propio cuerpo. En Bioética y Derecho (p. 119). AA.VV. dir.: Bergel-Minyersky, Santa Fe: Rubinzal-Culzoni. .

KEMELMAJER de CARLUCCI, Aída (2000, 23 de agosto). El derecho del menor sobre su propio cuerpo. Conferencia dictada en las I Jornadas de Bioética y Derecho, organizadas por la Cátedra UNESCO de Bioética (UBA) y la Asociación de Abogados de Buenos Aires.
 

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Recibido: 12/07/2016; Publicado: 03/2017