Morir con dignidad

Abogado, UBA. Fue Docente-Investigador (UBA), con desempeño en temas de Bioética. Es Docente y Tutor de Educación a Distancia del Instituto de Seguridad Pública (Provincia de Santa Fe) en Derecho Constitucional, Derechos Humanos y Derecho Penal.

Morir con dignidad (o morir dignamente), en el ordenamiento jurídico argentino, es un derecho personalísimo (DMD), cuyo análisis requiere diferenciarlo de la eutanasia, del suicidio asistido y del homicidio piadoso (HP), siendo también necesario aludir a los diversos temperamentos que un paciente puede lícitamente adoptar frente a una indicación médica y a los derechos con que cuenta a tales efectos. Lo cual efectuaremos conforme a las normas obrantes en la ley 26.529 (reformada por la ley 26.742) de “Derechos del Paciente” (LDP), y en el Código Civil y Comercial (CCyC), que ha modificado tácitamente a algunos preceptos de la anterior. Atendiendo a la distinción entre la muerte (como evento) –que legalmente es un hecho jurídico, cualquiera que fuere su causa (arts. 257 y 93/94, CCyC)– y el morir (como proceso).

La eutanasia: de conformidad con los conceptos dados por las asociaciones que defienden su práctica y por las leyes que la contemplan, soslayando las ambigüedades existentes –conceptos imprecisos, clasificaciones complejas, distinciones vagas y reduccionismos desacertados, que conducen a notorias confusiones y equívocos, sino a disparates (algunos todavía llaman “eutanasia” a los delitos de guerra [genocidio, etc.] cometidos por la Alemania nazi)–, consideramos como tal, única y exclusivamente, a la acción médica con la cual se pone fin, intencional, anticipadamente y en forma directa (muerte provocada), a la vida de un paciente próximo a la muerte y que así lo solicita, para lograr de este modo dar término a los padecimientos (dolor, sufrimiento, angustia) de su agonía. Ello mediante un procedimiento seguro en cuanto a que su aplicación producirá su deceso en un tiempo mínimo y sin provocarle dolor ni sufrimiento: la administración de alguna/s droga/s en dosis letal.

Quedan así excluidos del concepto de eutanasia tanto la negativa informada de un paciente a una práctica médica aconsejada que podría preservar su vida, como así también la abstención, limitación y retiro de medios de soporte vital (temperamentos estos últimos mal llamados “eutanasia pasiva” voluntaria e indirecta, una expresión impropia “de estilo”, que sólo lleva a enredos, y que, desde el momento en que los artículos 2º, e], LDP y 59, g], CCyC, admiten a los primeros, carece de toda relevancia jurídica). En tanto que si no se prestase dolosa o culposamente a un paciente cualquier tratamiento disponible, ordinario o proporcionado, que le es debido, no corresponde hablar aquí de eutanasia “por omisión” (“indirecta” e “involuntaria”), sino que estamos ante un delito de abandono de persona o de homicidio.

En cambio, en la asistencia al suicidio (que es un delito penal), es el propio interesado, sano o enfermo (en este último caso, sea que lo aqueje o no una enfermedad en estado terminal), quien recurre a medios letales para matarse, los cuales le son proporcionados por otra persona, siendo punible esta última por haber cooperado con actos necesarios para la consumación de esa muerte. En tanto que en el suicidio asistido por un médico (o suicidio médicamente asistido, legalmente admitido en algunos países) (SMA), es este último quien pone al alcance del paciente el mecanismo y/o la droga necesaria para provocar su muerte, que es finalmente así instrumentada por el mismo paciente. Remitiéndonos a lo dicho en la EntradaHomicidio Piadoso Consentido”, continuaremos con un ejemplo.

Supongamos que se diagnostica cáncer a una persona. Su médico de cabecera, como corresponde, le informa correctamente de ello (arts. 2º, f], y 3º, LDP) y le dice que deberá comenzar un tratamiento combinado de quimioterapia y radioterapia. El paciente, civilmente capaz y bioéticamente competente, le responde: “No Doctor, gracias, pero prefiero tratarme con el método Hansi”. A este temperamento lo llamamos “disidencia terapéutica”: ante una determinada propuesta de tratamiento que el médico considera como la más efectiva, el paciente, por sus propias razones, opta por otro tratamiento, convencional o no, que reputa mejor o más adecuado para él. Nada distinto acontece cuando se indica una transfusión de sangre (o la ingesta de hemoderivados) a un testigo de Jehová, quien –por objeción de conciencia basada en motivos religiosos– no la acepta, pero admite el suministro de expansores sanguíneos (o de otra medicación alternativa).

Puede pensarse que, en ambos casos, esos pacientes “rechazan” y/o formulan una “negativa” a prestarse a un tratamiento. Pero lo cierto es que se niegan a prestarse a un tratamiento determinado y eligen otro, por conocer las alternativas médicas disponibles y sus posibles efectos. Y es a ese otro tratamiento al que prestarán su consentimiento informado (arts. 5º a 10, LDP, y 59, CCyC).

Pero también puede acontecer que un paciente rechace algún tratamiento específico que médicamente se considera indispensable para que la enfermedad que padece no evolucione, y aún para preservar su vida, careciéndose de alternativas terapéuticas, o bien, que se rehúse a prestarse a todo tratamiento: aquí estamos ante una negativa al tratamiento propiamente dicha.

En todos estos supuestos, legal y, desde siempre, jurisprudencialmente (p.ej., CSJN, caso “Bahamondez”, 6/4/93), nadie puede obligar a un paciente a someterse al tratamiento que los médicos consideren más idóneo o indispensable. Porque todo paciente cuenta con el derecho personalísimo de disentir o de rechazar cualquier tipo de tratamiento (DRT), ejercitando su autonomía personal mediante una conducta autorreferente (exclusiva del sujeto que la adopta, librada a su criterio y referida sólo a él) de disposición del propio cuerpo (arts. 17, 51, 56 y 59, CCyC).

Materia que se encuentra prevista, en general y para los pacientes mayores de edad, civilmente capaces y bioéticamente competentes, y que cuenten con la información sanitaria suficiente y necesaria, por el artículo 2º, e), LDP, el cual, en lo que a los menores de edad hace, ha quedado modificado por el artículo 26, CCyC, en cuanto establece presunciones de aptitud para decidir por sí a los adolecentes de trece a dieciséis años con respecto a determinados tratamientos, y otorga plena capacidad a partir de los dieciséis años “para las decisiones atinentes al cuidado del propio cuerpo”. Y en caso de pacientes incompetentes que no hubiesen emitido una directiva médica anticipada (arts. 60, CCyC y 11/12, LDP), se brindará la información a sus cuidadores primarios (art. 59, CCyC, que modifica al art. 4º, LDP), quienes serán los que presten el consentimiento sustitutorio, subrogado o por representación.

Ahora bien, en ocasiones, el ejercicio del DRT puede llevar a la muerte del paciente, a quien también le asiste el DMD (que es un derecho distinto del primero, por definición, por contenido y por su télesis, que se encuentra previsto en normas legales específicas), expresión con la cual se alude a la exigencia ética (que atiende a la forma de morir, acorde con la dignidad humana) y al derecho con el que cuenta todo ser humano para elegir o exigir, para sí o para otra persona a su cargo (cfr. arts. 5º, e], y 6º, LDP y 59, CCyC), una “muerte a su tiempo”, es decir, sin abreviaciones tajantes (eutanasia) ni prolongaciones exageradas e irrazonables (distanasia) o cruelmente obstinadas del proceso de morir (aludimos al “encarnizamiento terapéutico”, también llamado “furor terapéutico” u “obstinación terapéutica”, esto es, la ominosa situación generada por una obsesiva terquedad médica que excede al deber de preservar la vida del paciente, traducida en un proceder irracional, inmoral y antijurídico concretado en retardar inútilmente la muerte en casos desesperados, recurriendo a prácticas médicas carentes de sentido y de justificación, médica, ética y jurídica, en pacientes que están más allá de toda posible curación, cuando su irrecuperabilidad se encuentra bien definida, prolongando así su agonía, fenómeno sociocultural complejo y pluricausado, “imperativo tecnológico” y “medicina defensiva” mediante, que de “terapéutico” nada tiene, sino que se trata de un trato inhumano y degradante que constituye mala praxis médica y que genera responsabilidad jurídica [arts. 10, 1710, 1716, 1721, 1724, 1725, 1737, 1738 y concs., CCyC]). Concretándose esa muerte “correcta” (que resultará de la propia patología que el sujeto padece y de su grado de evolución) mediante la abstención, limitación o supresión de todo acto médico fútil, ello ante la inminencia de la muerte del paciente, aún de los tratamientos relativos a eventuales complicaciones agudas. A quien deberán prestársele, de admitirlos, cuidados paliativos.

Ello así, además del derecho del paciente muriente de rechazar determinadas prácticas médicas (y/o de elegir otras, o ninguna) y en cuanto a la atención que merece, cabe afirmar que el DMD comprende a una serie de exigencias (que, de ser posible, deben formar un todo) de las cuales podemos señalar las siguientes como las más decisivas: -Prolongación de su vida humana (no puramente biológica), eligiendo las medidas disponibles que se consideren más beneficiosas para el control de la enfermedad –eliminación, minimización o alivio del dolor– (p.ej., sedoanalgesia, la Escalera Analgésica y la Escalera Analgésica modificada de la OMS, que comprende técnicas invasivas en dolor crónico: neurocirugía).

Acotando que, si bien es de propiciar que el paciente conserve algún grado de lucidez, de ser el caso, no advertimos óbice ético o jurídico alguno para el empleo extremo de la narcosis, que nada tiene que ver con la “eutanasia”, aunque ello importe un previsible acortamiento de la vida que declina y/o sume al moribundo en un estado de total inconsciencia, dado que su propio fin intrínseco (evitar padecimientos extremos y aliviar una agonía insufrible) es premisa necesaria y suficiente para su incuestionable licitud.

Posibilidad de asumir su propia muerte, optando por vivir lúcidamente aunque sea con dolores y/o sufrimientos. Debiendo admitirse que, a su pedido, se le presten tratamientos no convencionales (p.ej., acupuntura) y aún otras intervenciones de apoyo (p.ej., Reiki).

Otras atenciones: alivio de molestias frecuentes en la etapa final de la vida (náuseas, vómitos, estreñimiento, astenia, disnea, prurito, etc.) y confort material. -Presencia y asistencia de sus seres queridos, con capacidad de recibir y brindar afecto. -Contención del sufrimiento (afectivo: psíquico); asistencia psicológica y/o religiosa. Pudiendo hacer concurrir, admitir y aún excluir a personas que, según su parecer y sean quienes fueren (parientes suyos o no; su confesor; el pastor de su congregación; un gurú, etc.), le permitirán –o, de alguna forma, le impedirán– morir en paz. Derecho que corresponde hacer extensivo a cualquier elemento (p.ej., libros o símbolos sagrados) que ese paciente requiera que le alleguen o que retiren de su presencia. -Información veraz y reconocimiento de amplios espacios de libertad al muriente en decisiones que lo afectan.

Derecho con cuyo ejercicio no se busca a la muerte (sino humanizar el proceso de morir, sin prolongarlo abusivamente: permitir morir) ni se la provoca (ya que resultará de la propia afección que el sujeto padece). Y que no constituye alguna imaginaria “eutanasia pasiva”, ni consiste en un “derecho a morir” puramente potestativo y autónomo (eutanasia y SMA). Y que, en tales términos, hace referencia a la ética del final de la vida y a la calidad de vida (psicosomática y social) del mal llamado (con terminología propiamente ferroviaria y discriminatoria) “paciente terminal” (lo “terminal” es una etapa evolutiva de la enfermedad, cuando ya linda con la próxima y pronta muerte del paciente irrecuperable, dada su imposibilidad de respuesta a tratamientos específicos), para quien, antes de su muerte, siempre hay un “aquí y ahora”, es decir, una situación de vida, no así de “sobrevida”.

Queda así claro que el DMD (sea por ancianidad, por enfermedad o por causa de un accidente) tiene entidad propia, diferente del DRT, y que, si un paciente no se presta a algún tratamiento (sea fútil o no) y tal rechazo acarreara indefectiblemente su muerte, resulta obvio que el ejercicio de dicha negativa no lo priva del DMD ni menoscaba a este último, pues la primera es un aspecto suyo y, como ya se dijo, el contenido del DMD es mucho más amplio. Además, va de suyo que toda persona cuenta con el DMD aunque no rechace tratamiento alguno, lo cual resulta fácil de advertir mediante dos ejemplos sencillos: Un paciente afectado por determinada enfermedad crónica puede negarse a que se le practique reanimación cardiopulmonar ante un futuro paro cardiorrespiratorio. A un paciente enfermo de Sida que se encuentra en estadio terminal se le indican cuidados paliativos, no así alguna fútil práctica “curativa”, a la cual no tiene por tanto que rehusarse.

Ambos pacientes cuentan con el DMD, en todos sus demás aspectos.

Derecho que ha sido claramente consagrado, en lo que al rechazo de procedimientos médicos y a la prestación de cuidados paliativos hace, en los arts. 2º, e); 5º, g) y h); 7º, f) y 10, LDP (con las modificaciones resultantes de los arts. 26 y 59, CCyC, antes señaladas).

Eligiendo así cada paciente la forma de esperar su muerte: En paz, escuchando su música favorita, tomando alguna bebida gustosa y/o haciendo lo que, pudiendo hacerlo, le plazca, viviendo así sus últimos tiempos.

Por tanto, la ley 26.742 puso las cosas en su lugar en materia del DMD (atento al contenido de este último, llamarla “Ley de Muerte Digna” es inapropiado) y, además, brindó una categórica seguridad jurídica a sus efectos a los profesionales de la Salud (art. 11 bis), para que ellos “puedan” hacer lo que, médica y deontológicamente, “deben” hacer. Máxime siendo que, aún en ausencia de dicha ley, jamás podrían tipificarse fantaseados “delitos” (homicidio, abandono de persona, ayuda al suicidio), que no los hay ni puede haberlos, simplemente, porque las normas penales reprimen al daño injusto, que aquí, por definición, no existe.

Todo lo cual fue puesto en claro por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) (sentencia del 7/7/2015) y, en lo pertinente, por el CCyC, en particular, en lo referente a los derechos de los menores de edad, quienes obviamente también cuentan con el DMD, al cual, según el caso, podrán ejercerlo por sí o por medio de sus representantes legales, sino estos últimos exclusivamente, tal como, con anterioridad a la LDP, lo supieron reconocer fundadamente en sus respectivas sentencias los jueces Isabel A. Kohon (Juzgado de Familia Nº 2, Neuquén, 20/03/2006) y Marcelo R. Bergia (Juzgado Civil, 9ª Nominación, Rosario, 15/08/2008).

Y si bien la práctica médica cotidiana no es tan sencilla como aquí la esbozamos, es claro que las previsiones jurídicas referentes al DMD conducen, cuando se enfoca correctamente a la muerte, a la toma de decisiones situadas, merituadas, prudentes y honestas, a pesar de todas las oscuridades propias que el caso de que se trate pudiese presentar.
 

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Recibido: 06/10/2016; Publicado: 03/2017