Teorías bioéticas
Magister en Bioética. Profesora Titular de Bioética y Ética Aplicada Universidad Nacional del Litoral.
Cualquiera sea la amplitud temática que se reconozca a la Bioética, es indudable que esta disciplina encuentra su mayor rendimiento en el terreno práctico, especialmente en la toma de decisiones relativas a la salud y la vida humana.
Los comienzos de su desarrollo disciplinario se relacionan fuertemente con el “giro aplicado” de la ética en los años sesenta, por el cual, en palabras de Toulmin: “La reintroducción en el debate ético de tópicos largamente discutidos, suscitados por los casos particulares, ha obligado a los filósofos a dirigirse de nuevo a los problemas aristotélicos del razonamiento práctico, que ha sido dejado de lado durante demasiado tiempo”. Se entiende entonces que gran parte de los esfuerzos iniciales de la Bioética estuvieron puestos en la cuestión del método, es decir, en cómo tomar decisiones en situaciones de incertidumbre que involucran obligaciones, principios y valores morales. Esto sucedía en un escenario de descrédito de la ética, convertida en metaética por imperio del positivismo lógico durante la primera mitad del siglo XX. Pero en el mundo real de los problemas morales, el cómo no puede estar desprovisto de un por qué, de modo que los bioeticistas apelaron a elementos provenientes de distintas teorías y tradiciones éticas para fundamentar sus propuestas metodológicas.
Al examinar las teorías bioéticas debe tomarse en cuenta que si bien existen teorías éticas muy refinadas, ninguna de ellas puede dar cuenta por sí sola de la enorme complejidad de la vida moral concreta. No obstante, su conocimiento permite afrontar los problemas prácticos con las herramientas críticas que requiere la acción responsable, especialmente en el ejercicio profesional.
El enfoque principialista. La propuesta que T. Beauchamp y J. Childress formularon en su libro Principles of Biomedical Ethics, publicado en 1979, es sin duda la más conocida. Sobre la base del Informe Belmont, de 1978, que establecía tres principios básicos para la investigación biomédica en seres humanos: respeto por las personas, beneficencia y justicia; estos autores, siguiendo al filósofo deontologista David Ross, establecieron unos principios prima facie, que resultan evidentes a la mente humana de manera intuitiva. Estos principios: beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia, son obligatorios a menos que entren en conflicto con las obligaciones expresadas en otro de los principios. Pero a diferencia de Ross, que adjudicó niveles de prioridad a las obligaciones prima facie, no plantean un orden jerárquico en los principios que fije una pauta de preferencia cuando colisionan entre sí, sino que debe sopesarse lo que cada principio demanda en el contexto de su aplicación para determinar cuál de ellos prevalece.
Este modelo de toma de decisiones, al menos en su formulación original, sigue un razonamiento de tipo deductivo y opera en cuatro niveles, comenzando por la teoría ética, en el nivel de mayor generalidad, de la que se deducen los principios generales; de ellos derivan normas y reglas más cercanas a la particularidad de las situaciones; éstas, finalmente, son las que justifican los juicios morales particulares.
Dados los desacuerdos reinantes en el nivel de las teorías, el modelo se centra en el nivel de los principios, que serían equivalentes a los axiomas de las ciencias lógico-matemáticas. Los autores pertenecen a corrientes éticas antagónicas como son el deontologismo y el utilitarismo, sin embargo, piensan, no es necesario estar de acuerdo en el nivel de las teorías para acordar en los principios. De hecho, así es como ellos interpretan el trabajo realizado por la “Comisión Nacional para la protección del ser humano ante las investigaciones biomédicas y de la conducta” que produjo el Informe Belmont, cuyos miembros no compartían marcos teóricos pero estuvieron de acuerdo en los principios morales básicos que debían regir la investigación biomédica.
A su vez, el acuerdo sobre los principios no se extiende a las obligaciones concretas que se derivan de su aplicación: “En los conflictos complicados, puede que no exista una única acción correcta, ya que dos o más actos moralmente aceptables han entrado en conflicto y su peso es el mismo en las circunstancias dadas. En estos casos podemos exponer buenas aunque no contundentes razones que justifiquen más de un acto”, por lo que los autores señalan ciertos requisitos que deben cumplirse para infringir un principio: que la infracción se justifique por necesidad de las circunstancias, es decir, que no existan alternativas moralmente preferibles; que la forma de infracción elegida sea la menor posible y que el agente busque minimizar las consecuencias de la infracción.
La propuesta de Beauchamp y Childress tuvo gran aceptación en el ámbito de la bioética internacional, llegándose a identificar, en sus versiones más simplificadas, a la Bioética con los cuatro principios. Pero también recibió críticas de todo tipo debido, en gran medida, a sus falencias teóricas. Algunas de esas críticas fueron recogidas por los autores en ediciones ulteriores de Principles of Biomedical Ethics, pero no bastaron para resolver las inconsistencias y ambigüedades. La falta de sistematicidad en el entramado de los principios y la pretensión de conciliar teorías éticas irreconciliables en aspectos cruciales, ponen en cuestión la validez del modelo de los principios como una verdadera guía para tomar decisiones moralmente justificadas.
El enfoque de la nueva casuística. En su libro The abuse of the casuistry. A history of the moral reasoning, publicado en 1988, A. Jonsen y S. Toulmin presentan otra perspectiva de la Bioética, inscripta en la renovación de la antigua casuística. Interpretan que lo novedoso del Informe Belmont fue haber partido de casos particulares, de modo que los principios allí formulados no serían más que máximas que ayuden a tomar decisiones en situaciones de conflicto.
Para estos autores, cualquier intento de justificación universalista de la moral está destinado al fracaso, puesto que excede las posibilidades de la razón humana. En palabras de Jonsen, “a los casuistas modernos no les gusta que se describa la casuística como ‘ética aplicada’, ya que rechazan explícitamente que un teoría ética deba ser elaborada para después ser ‘aplicada a’ las circunstancias de un caso”.
A diferencia de los principios, que son a priori, las máximas son el resultado de un procedimiento inductivo por el cual, partiendo de casos similares, se generaliza una norma moral, probablemente aplicable a futuros casos similares. Al no tener compromisos teóricos universales, para estos autores las máximas son expresión de la sabiduría práctica alcanzada a través de la experiencia por una comunidad histórica, lo que supone un acuerdo moral que no consideran arbitrario, aunque sí revisable.
La propuesta tuvo una gran aceptación en la Bioética, sobre todo norteamericana, dadas sus afinidades metodológicas con los razonamientos clínico y jurisprudencial, de gran productividad a la hora de resolver casos concretos. Pero también ha merecido diversas críticas, entre las que se destaca el peso que este enfoque atribuye al juicio de la autoridad para determinar cuáles son los aspectos moralmente relevantes de un caso, así como la relevancia moral del caso mismo –por la que se torna ejemplar o paradigmático– y las normas que se elevan a máximas morales. Lo que puede funcionar dentro de una determinada tradición con ideales morales compartidos es altamente problemático cuando se trata de encontrar criterios de actuación que resulten aceptables para quienes no comparten ideales morales.
La posibilidad de un conflicto entre máximas da lugar a un complejo procedimiento de ampliación de los argumentos, apelando a la comparación de estrategias intelectuales alternativas a la luz de la experiencia y los antecedentes históricos. Aun considerando las bondades del análisis de casos, al no prever un criterio orientador más allá de las máximas prudenciales, la casuística no brinda mejores herramientas para resolver los conflictos de aplicación que el modelo de los principios pretende superar.
Los enfoques contextualistas. Los costos que toda teoría ética debe pagar para proclamarse universal son “costos de realidad”, es decir, lo que se gana en alcance teórico en términos de universalidad normativa se pierde en atención a las particularidades de la situación concreta, lo que no es una cuestión menor en ética aplicada. En respuesta a esta pérdida de realidad de los enfoques universalistas, se abrieron paso diversas aproximaciones a los problemas éticos que priorizan el contexto en el que las personas toman decisiones. Para estas éticas, no es en el seguimiento de normas y reglas donde las acciones humanas cobran sentido, sino en la interpretación de sus elementos contextuales.
Lo que en el discurso ético se entiende por contexto incluye elementos tales como el carácter de los agentes, las historias de vida, las relaciones interpersonales, los sentimientos y emociones, la inscripción en una determinada tradición, el género. En este enfoque contextualista convergen éticas provenientes de diversas corrientes de pensamiento como la fenomenología, la hermenéutica, la teoría narrativa, el feminismo y el relativismo cultural.
Si bien no podemos desarrollar aquí los aportes a la Bioética de cada una de estas vertientes, cabe señalar que los debates que desde los años ochenta se llevan a cabo en el ámbito de las teorías éticas a partir de los desafíos concretos del mundo actual en materia política, económica, científico-tecnológica, etcétera, han contribuido de manera decisiva al desarrollo de la crítica interna y al surgimiento de nuevas posiciones en el escenario de la bioética internacional.
El enfoque de derechos humanos. La relación entre la Bioética y los derechos humanos puede plantearse en tres dimensiones:
La primera es histórica y se remonta al Código de Núremberg, de 1947, surgido como consecuencia del juicio del mismo nombre en que fueron condenados médicos y funcionarios nazis por abusos aberrantes cometidos en investigaciones sobre prisioneros de los campos de concentración. Este Código comparte el espíritu de posguerra de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, en la que se plasma un consenso internacional sobre el trato que debe proporcionarse a los seres humanos en su condición de tales. Para quienes defienden la vinculación de la Bioética con los derechos humanos, ambos documentos, lejos de formular unos principios abstractos, reflejan la experiencia vivida por hombres y mujeres concretos desde la cual se propone una moral universal. Lo mismo puede decirse de la Declaración de Helsinki de 1964, reconocida como antecedente inmediato de la Bioética.
La segunda dimensión recae sobre la centralidad de la noción de dignidad humana como fundamento de los derechos humanos y de la Bioética. Esta cuestión ha dado lugar a interminables debates debido a las dificultades de una conceptualización unánime de la dignidad como atributo inherente al ser humano. No obstante, para muchos autores, aún reconociendo esas dificultades, dado que lo que se entiende por dignidad depende de una determinada concepción antropológica, se trata de una idea dotada de gran poder intuitivo y, en este sentido, transcultural, que ayuda a trazar los límites de lo que alguien puede hacer a otros o a sí mismo sin desdibujar los rasgos de humanidad, cualquiera sea el lugar y la situación en la que ello acontezca.
La tercera es una dimensión práctica en tanto reconoce el sistema internacional de derechos humanos como una herramienta eficaz para una bioética global. En esta línea y sobre la base de antecedentes europeos en los que se vincula la Bioética con los derechos humanos, la UNESCO viene realizando desde hace más de dos décadas un importante trabajo que se plasma en las Declaraciones sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos (1997), sobre los Datos Genéticos Humanos (2003) y la más reciente Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos (DUBDH) aprobada en 2005. Cabe decir que en la elaboración de esta última, ha tenido un rol destacado un representativo grupo de bioeticistas latinoamericanos, especialmente en el énfasis que se pone en los determinantes sociales de la salud y en la responsabilidad social que cabe a gobiernos, instituciones y profesionales en el cuidado de la salud. Si bien no está exenta de críticas, la DUBDH se presenta como una plataforma de valores transculturales que pueden servir como base de una bioética global.
El enfoque de los derechos humanos en el ámbito de la Bioética dista de ser una construcción acabada y reviste distintas modalidades según sea el compromiso que las distintas variantes asumen con las tres dimensiones anteriormente planteadas.
Los derechos humanos como pautas morales universales, proporcionan una base plausible para el diálogo intercultural que supone una bioética global. Sin embargo, es necesario plantear las condiciones de este diálogo, habida cuenta de que se lleva a cabo en un mundo atravesado por situaciones de grandes asimetrías que tienden a profundizarse. Gran parte de esas asimetrías han sido generadas por la modernidad europea en el mismo clima cultural que los derechos humanos, lo cual tiñe de sospecha toda su producción, planteando un panorama difícil para una ética global.
El diálogo intercultural tiene como condición que se pueda identificar un núcleo de valores transculturales que funcionen como “mínimos morales”, lo que no significa plantear los derechos humanos desde una suerte de neutralidad respecto de los contenidos valorativos de las culturas.
La pretensión de validez universal del contenido de estos derechos deberá medirse en el terreno del diálogo crítico con otras culturas y confrontarse con otros ethos de culturas diferentes.
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Recibido: 15/08/2016; Publicado: 03/2017